La primera calada me hizo toser. Tenía la garganta seca, después de tanto correr. Me encontraba en el cruce de Whitechapel Road con Mile End Road. Un frío intenso había asolado las calles. Era noche cerrada y la niebla apenas me dejaba ver a veinte metros de mí. Eché a andar hacia arriba, respirando primero por la boca para recuperar el aliento, luego por la nariz. Notaba el picor trepándome la faringe. Las únicas luces encendidas de todos los establecimientos de Whitechapel Road me llevaron a un veinticuatro horas, la única tienda abierta de toda la avenida.
Dejé el cigarro apoyado entre el freno y el manillar de una bicicleta encadenada junto a la puerta del veinticuatro horas. Entré y compré una botella de agua de medio litro. Bebí casi la mitad de un trago.
Al salir, recuperé el cigarro y seguí fumando. No sabía a dónde ir.
Recordé a Lynn. Su recuerdo se me presentaba entre brasas. Se me dibujaba su rostro difuminado, evanescente, pero sin lugar a dudas era ella. Decidí que quería, que debía vivir junto a esta chica la aventura más sensual y atrevida de mi vida, y me conjuré para no escatimar en esfuerzos hasta encontrarla. Había de derramar hasta la última gota de mi sangre sobre ella, y así saciar esa sed que hacía a mi estómago agitarse de pasión incandescente.
Dirigí mis pasos a Commercial Road. Me perdí por las callejuelas nervioso, esquivo. Entré en un bar tras otro describiendo a esa chica de piernas torneadas, labios carnosos y pechos firmes, desafiantes…pero nadie la había visto. Tomé New Road a la izquierda, preguntando en cada esquina por esa fascinante mujer que me deseaba aún sin saberlo, o siquiera recordarme, y que mil veces prometió hacerme pasar la noche de sexo más salvaje y a la vez tierna de nuestras vidas, aún sólo con su mirada.
Llegué a Commercial Road. El panorama era idéntico al de Whitechapel Road. El frío y el viento se habían hecho con la calle, vaciándola de peatones. Continué hacia el bar Castle en trote acelerado. Llegué allí ya jadeando, sudando por la espalda, la camisa saliéndoseme por fuera del pantalón.
Entonces, cuando menos me lo podía esperar, entreví a una chica con minifalda apoyada sobre la fachada del Castle, sola y con la mirada perdida. Fumaba un cigarro que sujetaba su mano izquierda. A través de la niebla traslucía parte de su figura, bellísima y singular, absolutamente erotizante. Un sentimiento de certeza pasajera se apoderó de mí y salí a su encuentro, lleno de amor ó de sexo ó de un ansia depredadora que no podía contener. Ella, que más bien escuchó los pasos apresurados y el jadeo antes que verme, debió asustarse, y reaccionó rápidamente con un movimiento felino, escabulléndose detrás de una bocacalle.
Se inició una persecución absolutamente animal, yo me acercaba más y más a mi presa pero sin ser capaz de darle alcance. Era sorprendentemente ágil y aunque menos veloz, me despistaba desapareciendo una y otra vez entre las sombras, detrás del patio de una iglesia primero, luego a través de un solar, entre calles sinuosas, laberínticas, que yo jamás había pisado pero ella parecía conocer admirablemente. Yo estaba cegado por el deseo, sin embargo, y éste empujaba a mis piernas; no existía el cansancio, sólo un impulso irrefrenable por atrapar a esa extraña mujer, por descubrir si era la musa de mis sueños, si era ella, a quien perseguía, ella, a quien tanto deseaba, su boca húmeda, sus pezones de caramelo endurecido, ella, la que me había de besar y lamer entre lágrimas de puro goce, a quien quería poseer, o si era una más, otra cualquiera. Poco a poco fui acortando la distancia que nos separaba, consciente de que ella ya casi sentiría mi aliento en su nuca, mis zapatos golpeando secamente el suelo gris de adoquín. Más y más cerca.
Esos nervios hicieron a la chica cometer el fatal error que yo esperaba; aterrada ante la amenaza de mi boca y mi verga hambrientas de sexo, se adentró en una callejuela sin salida. Cuando advirtió que la persecución había finalizado, que había caído en mis garras, desesperó emitiendo un grito ahogado, tanto que no lo podría haber oído nadie más que yo. Ella estaba al final del callejón, que era tan angosto y húmedo como para respirar el olor del verdín agazapado sobre las cornisas, en cada intersticio entre los viejos ladrillos de los edificios colindantes. Yo me acerqué hacia ella en la más completa oscuridad, pero extrañamente tranquilo como nunca lo había estado antes, con la flema del asesino en serie, del depredador acostumbrado a acorralar, morder, desgarrar, matar, devorar. No la podía ver, pero olía su carne, olía la turbación del sexo violento en su sudor. También oía su respiración entrecortada. Pretendí en vano relajarla, “no te va a pasar nada malo”, le dije. Pero siguió respirando de la misma forma, gimiendo, parecía a punto de echarse a llorar. Yo no sentí nada. Quizá indiferencia, relajación por alcanzar al fin mi propósito. Seguí andando hacia ella con pasos ya muy cortos, hasta que estuvimos el uno frente al otro.
Di un paso al frente y choqué con sus piernas. Noté entonces un escalofrío que la recorría, y posé mis manos en su cintura en un ademán tranquilizador. Temblaba como un chiquillo asustado…
Apoyé mi cuerpo contra el suyo, su respiración acelerándose más y más, y aproximé mi boca a su oreja derecha, rozándole la mejilla. Ella casi se cayó al suelo, exhalando pequeños suspiros que se sentían agudos, desvanecidos, y sólo la pude yo mantener en pie, tomándole suavemente las manos. Le susurré al oído, casi soplándole en el interior de la oreja:
“Soy yo, ¿me recuerdas? Tú eres Lynn… ¿no es así?’”
Y resultaste ser tú; yo ya lo sabía, pero más aún me alegré por haberte reconocido entre la niebla y las sombras. Un grito retumbó en mi garganta, triunfante por haber culminado la extenuante cacería a la que te sometí. Y me abrazaste como poseída, fuertemente; supe que jamás habías deseado a nadie más que a mí en aquel momento. Apretaste tu cuerpo al mío tanto que no podía respirar. Empecé a sentir tus besos en mi pecho, y yo te acaricié el pelo tiernamente, enormemente feliz de tenerte en mis brazos. Tomé tu cintura y la apreté contra mi sexo, y volvieron tus temblores y un chillido se te escapó por los labios. Esos labios se alzaron entonces hacia mi cuello, los dos atrapados cada uno en el otro, y dejaron allí un beso, niña, que fue como un batir de alas de mariposa, un beso que fue como se los que se dan las briznas de yerba cuando el viento las mueve y chocan entre sí. Me estremecí perdiendo el equilibrio, se me nublaba la vista, ya casi no sabía donde estaba. A ese primer beso siguieron otros, y luego mordiscos llenos de furia y lujuria, desde el cuello a la oreja, y de allí al hombro, al brazo, al pecho. Fue un ataque feroz el tuyo, y sólo podía defenderme devolviéndote los golpes, así que pasé de nuevo a la acción. Con mi mano izquierda acaricié tu cabeza, y luego la apreté contra mí; con la derecha hacía movimientos pendulares por tu espalda, clavándote las uñas en el fino vestido de raso que te cubría hasta la media pierna. Y esa misma mano, poco a poco, bajó hacia tu culo, agarrándolo salvajemente.
Tus besos me dolían, aún me duelen; es un placer asesino y cruel porque no los volveré a tener. Tu boca era aguardiente, me quemaba.
Y yo me consumía en tus brazos, me entregaba a ti. Metí la mano derecha debajo del vestido, y noté tu carne trémula, ardiente. No pude resistir más y decidí tomarte el frente; en una rápida maniobra, introduje mi mano por debajo de tus bragas, por delante, y pude notar cómo ríos de corrida se deslizaban desde tu sexo hacia los muslos. Fue tal la intensidad de ese ataque que no pudiste soportar más y desfalleciste, precipitándote al suelo entre gemidos y arrastrándome junto a ti.
Estábamos los dos en el suelo, ahora separados, como víctimas de una explosión interna de violencia ardor y sexo y deseo. Te abalanzaste sobre mí, cogiéndome la polla sobre el pantalón. Yo no sabía si quería parar, seguro de que tanto placer podía ser mortal. Me bajaste el pantalón y yo me subí la camisa, llorando como un niño, pidiéndote ‘¡sigue, por favor, mátame de placer, soñaba contigo, con esto, te quiero, eres mi diosa, chúpame!’. Y tú movías tu cabeza sobre mi polla, arriba y abajo, y me acariciabas; yo te cogía la mano y me la ponía sobre el pecho. No tardé mucho en correrme, y lo hice abundantemente dentro de tu boca, derramando también la leche sobre tu cara y tu pecho. Ahora me tocaba a mí; tomándote por los hombros me incorporé y besé tus labios inmóviles, casi carentes de vida, vaciado su ardor en el éxtasis del sexo. Mi cuerpo y el tuyo eran sólo nervios ya; nervios hipersensibilizados en nuestra carne, nervios eléctricos y azules que suplicaban una dosis más de amor, y otra, y otra.
Te apoyé contra el suelo, y me puse encima tuya; comencé a arañarte suavemente los brazos mientras nuestras caderas jugueteaban al compás. Te quité la camiseta y el sujetador, y pude contemplar tus pezones erectos, fríos sobre el vientre caliente. Posé mis dientes sobre el izquierdo, ¡cómo gritaste!, y con mis piernas abrazaba las tuyas. Te tomé las manos, y fui recorriendo desde el centro de tu cuerpo a un lado y a otro, mi lengua pintando cada centímetro de tu piel con saliva espumosa. Los líquidos que segregaban nuestros cuerpos fueron lentamente mezclándose, resbalando por toda nuestra piel y absorbiendo otros hilos y fluidos a su paso. Pronto nos vimos cubiertos de una viscosa capa de emulsiones de placer en efervescencia incomparable, hirviente la sotacarne. Te mordía sin parar, te besaba, te lamía, y sin prisa descendía hacia tu coño, que no hacía sino mojarse cada vez más. Tu precioso coño, vestido de domingo como aguardando a su amante, entreabierto y brillante por la corrida que de él manaba. Pero aún no había llegado el momento de encontrarnos. Yo lo sabía y decidí darle un poco con la lengua, sorbiendo todo su jugo. Lo tomaba en mi boca y lo vertía en tus dedos, y tú también lo lamías, ¡y qué caliente y sabroso estaba! Dibujé con mi lengua círculos y espirales, metía en tu coño mi boca y lo besaba, dejaba a mi lengua explorar secreta y sigilosamente las cavidades que contenía, mientras con mis dedos frotaba sus labios y el resorte supremo de tu goce. Jugué y tú disfrutaste, ¡no sé si yo disfruté más! Y te metí la nariz ahí dentro, y olí lo salvaje y me corrí un poco más, y luego te lo volví a beber, y tu culo endurecía contra el suelo. Jadeabas entre convulsiones y gritos ya desgarradores, te movías sin cesar.
Sin hablar decidimos que ya no había razón para esperar más, comenzamos a dar vueltas el uno sobre el otro, pegados, nuestra carne dura, los músculos tensos, llegó el momento de hacernos uno solo, y sin que tú ni yo advirtiéramos quién estaba abajo o quién arriba, o quién era tú y quién era yo, los dos de repente notamos que no nos podíamos juntar más, que yo ya estaba dentro de ti. Fue como volver a nacer, la carne de tu sexo pegada a la del mío, las dos carnes mojadas y juntas y nerviosas, agitándose mi polla dentro de ti. Tus piernas engastadas en las mías, tu pecho el mío, tu aliento sobre mi cara. Nuestras caderas moviéndose como engranaje, acopladas, nuestros brazos agarrando la espalda del otro, la cara, la cabeza entera. Los dos nos movimos en frenesí, el uno sobre el otro, y sólo recuerdo no haber sentido mayor placer. Nada más. Sin problemas, sin amigos ni enemigos, ni familia, sin trabajo, sólo nosotros dos y nuestros cuerpos infatigables moviéndose en frenesí, en frenesí, una y otra vez en frenesí, así, sin parar, sigue, por favor, te quiero, abrázame, eres sólo mío, bésame, quiéreme, te necesito, por favor, no puedo más, esto es increíble, siempre quiero estar así…y más, sin parar, corriéndonos el uno dentro del otro sin llegar nunca a secarnos, sin separarnos, no quisiera que esto acabe….
Así fue cuando follamos por vez primera, extasiados y hasta sufriendo nuestra pasión durante horas. Toda la noche envueltos en la niebla, mudas las calles. A varias manzanas, centenares de gentes despertándose para ir al trabajo, comerciando, alimentándose de una realidad famélica, insulsa, putrefacta, y nosotros sobre la piedra, abrazados, derrochando ternura, calor y sexo. Ajenos al mundo que seguía su curso a nuestro alrededor, aquella noche morimos cada uno dentro del otro, provocándonos, sin cesar, inmenso y mutuo placer.